Tuesday, February 20, 2007


El ruido. Los coches. La calle.

Mi portería y tú. Tu cafetería y yo.

Siempre te veo ajetreada tras la barra sirviendo cafés e infusiones que queman tus manos cuando viertes gotas de torpeza.
La gente te quiere. Puedo olerlo desde aquí, viéndote preciosamente cansada. A veces trato de que nuestras miradas coincidan. Pero rara es la vez que sucede y cuando ocurre, es un acto distorsionado por el caminar estresado de los coches que vagan en la transversal que nos distancia.

Aun así, cuando dedicas un ápice de tu tiempo para mí, en saludarme, me siento egoístamente insatisfecho. Por ejemplo, la última vez que nos vimos fue porque acudí a la cafetería para la que trabajas. Yo entraba y antes de saludar a todos mis amigos, coges y te vas. Pero hiciste algo peor. Me diste la mano fugazmente en tu despedida como si no quisieses irte. Tu mirada me explicó en tan solo un instante que algún deber era el causante de tu marcha.

Desde entonces, bibliotecas y más bibliotecas echan de menos tus exámenes. Sus paredes tristes de que hayas acabado de estudiar, al menos, durante un tiempo, me recogen fríamente día tras día, asediado, y me arrojan al salir la primera estrella rojiza.

Vuelvo a mi portería y has acabado tu turno.
La calle está vacía. No hay coches. Ni ruidos.