Sunday, April 23, 2006

Una tarde corriente, no una tarde más.

Yo íba a ver el Barça, como de costumbre, rodeado de los amigos de cada día, de la gente del barrio, del perfume y de los colores que emanaba aquel sucio bar, que se consideraba lugar de encuentro de la gente del pueblo.

Sentado, escuchando voces lejanas de los más cercanos, no salía de mi asombro. Dos viejos hombres sentados casi juntos, respirando prácticamente el mismo aire, en las mismas sillas de metal que producían un leve dolor de espalda, esperaban el inicio del partido.
Uno, vestía unos tirantes de color negro, por encima de una camisa gris, quién sabe si de seda, con unos pantalones de pinza, que eran sin duda, la parte inferior de un caro traje. El otro, llevaba un tejano azul oscuro, que le apretaba las piernas y que, probablemente, le cortaba un poco la respiración, y una camisa de azules cuadros, que podía ser perfectamente de su hijo, por las dimensiones de ésta. También llebaba dos pendientes en la oreja izquierda, que brillaban como si fuesen de auténtico oro.

Sin duda, ambos habían vivido infancias muy diferentes años atrás, que ninguno de los dos, estaba dispuesto a abandonar.
El primero, comía unas patatas brabas, como aquel joven de 15 años que asiste por primera vez al bar con los amigos, y pide una tapa, diciéndoles, que en ese bar, son esquisitas. El segundo, disfrutaba de unos chocos que aparentaban ser esquisitos. Aún se podía ver el débil humo que salía del plato.

No se perdían ni un sólo instante de un partido que prometía en su inicio, pero que se iba apagando minuto tras minuto. Cuando decidían apartar la vista, sólo era para llevarse a la boca parte de sus apetitosas comidas y asegurarse una vez más, de que habían hecho la elección adecuada.
Y es que esos ojos aún eran jóvenes. Me provocó una inmensa tranquilidad y paz interior que hizo cerciorarme de que hay cosas que con el tiempo nunca cambian, y no hablo de fútbol precisamente, sinó de costumbres con los viejos amigos, de una cerveza bien fría que te hace recordar un momento exacto de tu vida, cuando estabas con aquella chica en aquel lugar al que no volviste jamás, pero que recuerdas con claridad.
Espero poder tomarme una cerveza con mis amigos todos los días de mi vida y que en cada uno de ellos, me brillen los ojos como le brillaban a esos dos ancianos que tocan el fin de sus vidas con la yema de los dedos.

Envejecer


No escuché aquel mensaje que dicen en las mejores películas de los 90: ¡no te acerques a la luz! Fué algo fugaz, dos instantes que en cambio, durarán una vida entera en mi recuerdo.

Desde ese instante no quise besar más, no quise mirar a ninguna otra chica, ni tropezar a la vuelta de la esquina y tener que ayudar a recoger los libros de derecho y ciencias políticas que llevaba entre los brazos y sus apretados senos, antes de chocar. No quise dejar ese momento porqué cuando rozas el cielo, no te importa ser egoísta y tozudo, a pesar de ser vulnerable.

Sólo me besó por cortesía.

Mientras trabajaba me acerqué a su mostrador, y ella aparentó sorprenderse a la vez que sonreía. En frente, tenía a una clienta cincuentona, que mientras hablaba por el móvil, le dejaba claro que aquello era puro trámite para conseguir lo que buscaba, y que no pensaba ser amable con una cajera de un gran centro comercial.
¡Una esúpida más! debió pensar Marta.

Cuando llegué a su lado, la señora de delante empezaba a retirarse, contándole, a su marido o amante, lo que había adquirido.
Yo no estaba para ver los clientes que íban pasando en orden. En realidad, no me importaba si llegaban a colarse y si discutían por ello.
Cuando me quise dar cuenta, aquel momento, llegaba a su fin. Ella, mostrando su blanca sonrisa una vez más, me deseó una rápida recuperación, y apartó la mirada de mi tez.

Ahora, cuando me percato de lo que sucedía para entonces, miro a mi alrededor, y veo que estoy sólo, frente a una vieja fuente. Aquella dulce chica ya no está en ese viejo mostrador, no tengo la pierna escayolada, y no volveré a sentir cómo se encoje mi corazón al ver un rostro cansado.

Pero qué risa, pienso, casi no sé ni apretar bien el botón para que salga el agua por el orificio oxidado de la fuente, qué risa. Cuando en verdad, no estoy bebiendo, lo que estoy haciendo en mojarme la cara para que no se note que estoy llorando, para que nadie sepa que el viejo tiempo se ha despedido de mi para siempre, dejando sólo un rumor de agua.

Pero qué risa, pienso mientras lloro.